Juan Paredes Núñez es Catedrático Emérito de Filología Románica de la Universidad de Granada. Rondeño nacido en 1949, conoció a Cristóbal desde muy joven en la bella ciudad malagueña. Desde entonces los unió una fuerte amistad. Su estrecha y dilatada relación con él, y el amplio conocimiento, tanto de su obra como de la persona, hizo que de su pluma surgieran unos magníficos textos que reflejan la trayectoria artística de Cristóbal y la verdad de su pintura.
La colaboración entre ellos fue continua y extensa. Cristóbal pensó, diseñó y dibujó para muchas de sus publicaciones, siendo la primera allá por el año 1979; concretamente se encargó de la portada, contraportada e ilustraciones de Los Cuentos de Emilia Pardo Bazán, editado por la Universidad de Granada.
En el sentido contrario, Juan Paredes escribió en bastantes ocasiones sobre la pintura de Cristóbal, fundamentalmente para los catálogos de sus exposiciones, tanto en el Palacio de La Madraza (Granada) o las realizadas en Ronda. A continuación reproducimos su sentida colaboración para la revista Memorias de Ronda en su número monográfico en homenaje a Cristóbal, año 2021.
Se nos fue sin apenas darnos cuenta. Sin ruido. Como se van las almas buenas. Con la misma sencillez con que llenaron la vida. Y ahora su presencia es más rotunda, más viva, más intensa. Un interminable caudal de ensoñaciones y vivencias pletóricas de armonía. Y una obra, llena de verdad y sentimiento, completa por su dimensión y su profundo significado, capaz por sí sola de convertir la utopía en realidad sentida.
Una obra como su propia vida, poliédrica, única en su diversidad. Porque Cristóbal vivió como pintó. Con la verdad de lo íntimo y profundo. Con la humilde y casi imposible perfecta conjunción de arte y vida.
Entendía el arte como forma de entender el mundo. Un mundo sin formalidades absurdas ni subterfugios. Un mundo sincero y leal.
Bajo el prisma de su ideología, toda realidad es sentimiento; la limpia verdad, lo sencillo y verdadero. Y bajo este mismo prisma, el arte, una manera de sentir la vida, en íntima comunión con lo que nos rodea, con los que nos acompañan en este efímero instante que nos ha tocado compartir y vivir con los demás. Un arte de verdad. Un arte que es pura sensibilidad y, al mismo tiempo, consuelo de los avatares que, a veces sin sentido, se cruzan en el camino. Por eso es un arte imperecedero, lleno de un palpitar continuo de sentimientos y vida.
Es el compromiso con la realidad el que vehicula el sentido de su propia existencia y de su arte: pintor de la pintura. Las casi espiritualmente estilizadas figuras de campesinos y jornaleros, que marchan a la vendimia con sus maletas de cartón o de madera, atadas con cuerdas, y sus talegas, o miran encorvados, de manera parsimoniosa —las manos en la espalda y un sombrero o una gorra a la deriva—, un cartel de amnistía, son figuras que trascienden la propia contingencia cotidiana y se convierten, elocuentes personajes, en auténticos símbolos, en testigos vivientes de una manera de sentir y de pensar, de una ideología. Lo mismo que sus escenas del campo.
Es el expresionismo descarnado de «Estampa Popular», de las estampas populares del desasosiego, del dolor, de la tristeza o de la inquietante mirada que pregunta.
La crudeza de su realismo expresa y, al mismo tiempo, sugiere. Es toda una declaración de intenciones. En su verdad está su firme belleza. Porque de eso precisamente se trataba: de «pasar de la belleza de la expresión a la fuerza de la expresión». La impresión artesanal de sus xilografías concuerda perfectamente con la libertad de su comunicación; con el mundo de los obreros y campesinos representados, y al mismo tiempo destinatarios del mensaje.
Es la línea sutil y delicada de sus dibujos. Un arabesco que dibuja para transformar el mundo. Un palpitar, un hálito de vida.
Casi se podría decir que la totalidad de su obra es un dibujo entero. Porque Cristóbal dibuja como piensa, o incluso antes de pensar dibuja, porque esa es su forma de pensar el mundo y aprehender su realidad profunda.
O la manera de comunicarse con una sentida realidad, que no sabe como vivir si no la dibuja.
Y ese mismo sentimiento lo traslada al color. Y ahora es la delicada, y hasta ingenua en su pura verdad, pincelada la que dibuja. Y es siempre la mirada la que guía ese continuo palpitar de colores, veladuras y matices. El trabajo casi artesano trascendido en pintura, en pura sensibilidad, en pura armonía. «Tiene mundo cuando levanta la mirada», dije de él a propósito de alguna de sus exposiciones. Y es verdad. Es su mirada profunda y llena de matices la que crea toda su pintura. Al óleo, al pastel, a la acuarela. Cuando realiza una xilografía, un aguafuerte o una cerámica. Da lo mismo. Es siempre la mirada la que articula el sentimiento y la manera de expresarlo. No importa tampoco la técnica: son los ojos los que pintan. Por eso trasciende la realidad. Por eso la belleza vaporosa y delicada de sus flores, como la de sus paisajes profundos y sentidos o la de sus rotundos y expresivos grabados, tienen algo, o mucho, de sublime.
Como lo tienen también, ya con otros matices y desde otra perspectiva, sus artesanales trabajos de cerámica. Sus trabajos para el horno, en los que hay que adivinar el color y la textura, el tiempo exacto, la sensibilidad trasparente, la cochura.
Sus obras hablan con colores de la belleza de las cosas. De la armonía. Las formas se desbordan, y es todo expresión de una sensibilidad imposible de contener en sí misma.
Estudiaba el paisaje a fuerza de amor y observación. De ahí su verdad. Son los árboles perfectos, construidos rama a rama y hoja a hoja, que parecen desafiar al sol. Y los campos vivos que extienden su plácida armonía, casi interminable, que nunca quiere desaparecer. Y las nubes infinitas, que hablan del tiempo, de la inmensidad. El paisaje del Aljarafe, o la luz soñada de Ronda —la ciudad «blanqueada y reblanqueada con cal»—, la de sus infinitos atardeceres, y la limpidez del aire, y el sol.
Muchas paredes de sus casas aparecen jalonadas con cerámicas de Cristóbal. Un mundo inabarcable, que se asombra a sí mismo desde su intensidad. La sorpresa de la luminosidad y el color. La armonía de la musicalidad. Porque también hay música en los paisajes de Cristóbal.
Su arte es inagotable. Humilde en su extrema pureza y su verdad. Como su propia existencia.
Una unión infranqueable de literatura y arte. Algo que siempre estuvo presente en la propia cotidianidad de su trabajo, y en su pensamiento. Como la música. Porque Cristóbal era —un eco de radio clásica de fondo— un incansable lector. Tardes de literatura, mañanas de pintor.
Testigos de esta profunda inclinación son sus numerosas ilustraciones o su colaboración en los Cuadernos de Roldán o en revistas como Litoral. Y ahí han quedado, testigos también de tantos años de amistad —y ahora es el recuerdo el que habla— los aguafuertes y litografías para mi monografía sobre los cuentos de Pardo Bazán, o los dibujos de Juan Ramón Jiménez y Picasso, el “juguete literario” que escribí para conmemorar su centenario.
Y los magníficos carteles de los cursos sobre Antonio Machado (acaba de aparecer un volumen sobre el poeta ilustrado también por Cristóbal) y San Juan de la Cruz que dirigí en Baeza, y que después se utilizaron —tan expresivos en su sobriedad— para la portada de los respectivos volúmenes publicados después por la universidad de Granada, donde también realizó alguna exposición individual y colectiva.
Toda una vida de trabajo dedicada a la pintura.
Maestro, tú eres un pintor. Tú eres la poesía de la pintura.
Juan Paredes Núñez (2020)
2 comentarios en «CRISTÓBAL O LA POESÍA DE LA PINTURA. PALABRAS DESDE EL RECUERDO. Por Juan Paredes Núñez»
Muy interesante
Gracias Mercedes. Me alegra que te haya gustado. Un abrazo